Y recuerdo que desde chica, siempre fui una vieja, que saludaba a l@s viej@s, jugaba ajedrez con los de la plaza y tomaba café con los profesores en la panadería de arriba.
Capital relacional,
desde pequeña, te codeas con los profesores en la panadería de arriba, les das los buenos días y te miran raro porque eres una carajita y solo pides un café:
negro y sin azúcar.
Mi mamá no lo sabía, no creo que aun lo sepa.
Alguna vez, vi allí a mi futuro primer novio, tomando café también, era un año más joven que yo, pero igual de viejo… que yo, y que los profesores y que los otros viejos que paraban allí a tomar café antes de hacer
todo eso que hacían los viejos.
Y acabo de encontrar mis primeros cafés voluntarios, ¿necesarios?
En esa panadería de arriba, preguntándome ¿cómo me gusta? ¿cómo lo quiero?
No sabía extrañar la cerámica, ni la cucharita de acero, ni estar sentada. Me bastaba con en el vasito de plástico con pitillo delgado como removedor, con la crema color almendra… para estimular mis neuronas, despertar, agradecer con sonrisa en el pensamiento, con mirada hacia el infinito, ordenando mi día, controlándo todo, pensando siempre en lo que escribiría y en un futuro mejor*.
*Siempre si llegó. Siempre llega.
Me hacía soñar y organizarme
justo como ahora lo hace una buena taza de café especial.
Creo que usaban un buen grano, una buena máquina, un buen tostado… aunque yo no lo sabía, pero mi paladar, viejo, me hacía quedarme allí.
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